miércoles, 24 de octubre de 2012

El embrujo de la ciencia


Hoy en día, la ciencia es sinónimo de conocimiento objetivo e infalible. Sin embargo, no se considera que en una sociedad de clase, la ciencia también está al servicio de la clase dominante. Esta última utiliza los resultados "objetivos" de la ciencia para orientar nuestras vidas hacia el consumo absurdo y la ganancia, razón de ser de los que nos dominan.  Es así que muchos descubrimientos e inventos científicos no son difundidos ni aplicados porque no son "rentables". Por el contrario, se utilizan aquellos que brindan ingentes ganancias a las transnacionales, así generen daños irreparables a los seres vivos que pueblan nuestro planeta. Urge una transformación en la manera de hacer y utilizar la ciencia; transformación que va de la mano con un cada vez más imperativo cambio social.




Suele decirse que en los siglos XVI y XVII tuvo lugar una revolución liberadora de la humanidad, que dio inicio a la modernidad y de cuyos frutos científicos y democráticos aún vivimos.  Hasta ese momento el hombre se creía centro de un universo finito y desde entonces se sabe que no lo es.  En sus versiones más radicales, la narrativa continúa diciendo que el ser humano es el resultado accidental de procesos materiales accidentales en un universo infinito.  Lejos de estar en el centro, el hombre es una nada en la vastedad de lo real.

Curiosamente, esta revolución prometía revelarle al ser humano su verdadera y muy humilde posición entre las cosas.  Pero lo que en efecto ha hecho es ponerlo nuevamente en el centro, un centro mucho más difícil de desvelar y denunciar.  Uno de los pilares que sustenta este engaño es el mito occidental de la ciencia.



Usamos la palabra "ciencia" y otros términos derivados de ella para conferir autoridad, como mantras.  Pero, ¿qué es la ciencia? Suele pensarse que la ciencia es un cuerpo de conocimientos rigurosamente sustentados en la observación.  Pongamos de lado la cuestión de si y cómo son ciencias las matemáticas.  Preguntemos más bien por la manera en que la experiencia sustenta una creencia.

En muchos casos, nuestras creencias se refieren directamente a la experiencia, como cuando decimos que está rica la manzana o que estamos sentados en una silla leyendo el periódico.  En otros casos, creemos en el resultado de inferencias cuyas premisas se refieren a un conjunto vasto y complejo de observaciones, como cuando creemos que la tierra tiene más de cuatro mil años de existencia.  Como recalcó Wittgenstein, nuestras creencias aluden también a convenciones humanas.  Lo apreciamos al considerar cómo establecemos la verdad de la creencia de que estamos en el Perú: refiriéndonos a lo que dicen otros, directamente o en documentos o en mapas.




En este sentido, muchas de nuestras creencias comunes y corrientes son científicas, como lo eran una buena cantidad de las de nuestros antepasados desde hace miles de años.  Por otro lado, sabemos que buena parte de la física contemporánea no es verificable recurriendo a nuestra experiencia.  Hay muchas maneras, más o menos optimistas, de asimilar el hecho de que durante varios siglos la experiencia sustentó ampliamente la teoría física newtoniana que resultó ser, estrictamente, falsa.  No necesitamos examinarlas.  Baste con indicar que hay poco acuerdo entre los entendidos sobre cuál sea la manera correcta.

Más aún, conforme observamos la materia con mayor cuidado y precisión, lo que vamos descubriendo es cada vez más difícil de entender, al punto de que ya es claro que sabemos poco sobre la naturaleza última de la realidad física.  Lo que hemos descubierto es que a niveles muy, muy pequeños, las estructuras matemáticas que describen y predicen nuestras observaciones son extremadamente complejas y se resisten, hasta donde sabemos, a toda interpretación satisfactoria de qué sea aquello que están revelando.




"Debe abandonarse todo", el influyente ensayo de los distinguidos filósofos de la ciencia británicos James Ladyman y Don Ross, sostiene que, según la ciencia, la realidad consiste en estructuras compuestas de otras estructuras, hasta el infinito, sin llegar nunca a algo que esté estructurado.  La reacción de Ladyman y Ross frente a lo incomprensible de su propuesta es reveladora: ¿por qué suponer que un cerebro primate diseñado para distinguir entre plátanos y camotes sea capaz de comprender las estructuras infinitesimalmente pequeñas de la realidad?

No comulgo con mucho de lo que sostienen estos autores.  Están en lo cierto, sin embargo, cuando reconocen los límites de nuestro conocimiento.  Al hacerlo recuperan una concepción sabia del ser humano, finito y dependiente, sabiduría que ya poseían los antiguos griegos. Sorprende, entonces, que su modestia no los lleve a cuestionar sus supuestos cientificistas y conceder que la realidad trasciende por mucho a nuestra ciencia e incluye mucho más que lo que la física aspira a entender.



Reconocer la verdad y la importancia de la ciencia no requiere aceptar la ideología occidental moderna.  Negar los vastos avances tecnológicos de los últimos siglos es absurdo, como lo es negar que la ciencia sirva para vivir mejor.  Pero nada de esto debe llevarnos a suponer que la ciencia nos revela la totalidad de lo real o que es infalible o que ella puede enseñarnos a vivir bien o que los valores, y en particular la buena vida humana, no son parte de la realidad.

El mito cientificista es un aspecto de una cultura imperial, antropocéntrica y narcisista.  Acumular capitales e invertirlos sabiamente es necesario para darnos niveles de vida materialmente dignos y decentes.  Pero para ello, felizmente, nosotros no tenemos que construir sociedades de consumo de masas, como hicieron los europeos en los últimos siglos.  El desarrollo de nuestro país debe apoyarse en una conversación crítica, abierta y sin término sobre cómo queremos vivir.




No miremos, faltos de originalidad, a las sociedades del primer mundo occidental como si encarnasen la única expresión posible de la buena vida humana, como si el desarrollo consistiera en crear Miamis a la peruana.  Plantearnos explícita y libremente la pregunta sobre lo que sea la buena vida humana y la sociedad justa en la que se despliegue; enfrentarla con imaginación aprovechando nuestra riqueza cultural; romper el embrujo de las ideologías cientificistas y liberales; crear una sociedad auténtica, es decir, nuestra: esos son nuestros retos.


Por Jorge Secada
Tomado de Diario 16 (Lima/Perú), del 19 de setiembre de 2012

sábado, 23 de junio de 2012


Predarwinismo

La evolución es uno de lo más grandes descubrimientos no solo de las ciencias naturales, sino del conocimiento humano en general. Como todo teoría, no fue solamente una persona la que estuvo involucrada en su desarrollo, sino que este se debió a toda una corriente de pensamiento.

Si bien desde los griegos* ya se planteaban explicaciones para la existencia de la extensa variedad de especies que habita nuestro planeta, es a finales del siglo XVII e inicios del siglo XVIII que estas ideas comienzan a proliferar en el ambiente científico. El conjunto de las ideas que prevalecieron durante esta época, hasta antes de la publicación del Origen de las Especies de Darwin en 1859, es conocido como predarwinismo.

Dentro del predarwinismo encontramos básicamente dos corriente: los evolucionistas y los fijistas. Es irónico, pero muchos de los conceptos que hicieron que los evolucionistas triunfaran vinieron justamente del bando contrario.

Antes de continuar con el detalle de estas ideas, cabe señalar que muchos de los fijistas  tenían como conceptos “válidos” citas bíblicas y otros conceptos religiosos. Así que no deberían causar sorpresa sus argumentos.  A lo largo de toda la historia, la religión siempre se ha opuesto al desarrollo de la ciencia, pero  ha puesto especial  énfasis en el tema de la evolución debido a que la cuestiona directamente, pues muestra que el origen de las especies es el producto de un proceso natural y no de la creación divina. La verdad es que hasta hoy, la religión - especialmente la católica - ha sido una de las principales causas por las que, en pleno siglo XXI, la evolución no sea universalmente aceptada y en las escuelas aún se siga hablando de teorías “creacionistas” y “evolucionistas”.

Dentro de los naturalistas y científicos que hicieron directa o indirectamente aportes significativos a la teoría de la evolución, podemos citar a los siguientes.



Carlos Linneo (1707-1778), fue un botánico nacido en Suecia. Fue el primero en utilizar la nomenclatura binominal, es decir el nombre de dos palabras en latín para denominar el género y la especie de los seres vivos. Este sistema prevalece en la actualidad. Linneo era un fijista y desde un inicio se opuso a la idea de la evolución pues afirmaba que las especies habían sido creadas por un ser supremo y no que hubieran aparecido por sí solas.

Otro de los grandes aportes de Linneo fue la división taxonómica, es decir, la clasificación de las especies de acuerdo con ciertas características, lo cual fue planteado en su libro Systema Naturae. Linneo propone dentro de su clasificación a la categoría Antropomorpha, que incluye a los simios y al hombre, ubicados en las divisiones Simia y Homo respectivamente, debido a las evidentes similitudes que encontró entre ambos. Es así que Linneo, a pesar de creer que las especies no sufrían variación alguna, crea sin proponérselo una primera controversia con la religión - y con la comunidad científica contemporánea muy ligada a la Iglesia-  que no aceptaba que los simios y los hombres fueran agrupados en la misma categoría, pues el hombre había sido creado “a imagen y semejanza de Dios”. De esta forma, se inicia la batalla entre ciencia y religión en el campo de la biología.



El primer Darwin en la carrera de la explicación del origen de las especies no fue Charles Darwin sino Erasmus Darwin (1731-1802), su abuelo.  Erasmus fue uno de los primeros científicos en afirmar que la evolución ocurría. Esto fue publicado en un tratado titulado Zoonomía. Sin embargo no pudo aportar pruebas a sus planteamientos. Las pruebas vendrían posteriormente del frente enemigo.

George Cuvier (1769-1832), profesor francés de historia natural, también se manifestó, como Linneo, en contra de las ideas de la evolución. Debido a su profesión, descubrió una gran cantidad de fósiles extintos que reforzaron la idea de la evolución, siendo uno de los padres de la paleontología. Sin embargo, él creó su propia explicación para la existencia de tal variedad de fósiles extintos. En 1796 cuando encontró fósiles de animales muy extraños que ya no existían, lo explicó de la siguiente manera: "Varios cataclismos borraron lo viejo y despejaron la escena para nuevas creaciones". Es decir, afirmó que hubo sucesivas creaciones y que los organismos se mantenían inmutables, hasta que otro cataclismo acababa con toda la vida y se realizaba una nueva creación. A esta propuesta, se la denominó teoría del catastrofismo.



A la teoría del catastrofismo (que se aplicaba tanto a la biología como a la geología) se opondría James Hutton (1726-1796), geólogo escocés que en 1795 había propuesto que era posible explicar las variaciones en los terrenos mirando las variaciones que operan actualmente en la Tierra. Hutton explicaba que el estado su estado actual podía ser el producto de pequeños cambios operados durante miles y miles de años. Es decir, que los cataclismos no eran necesarios para explicar los grandes cambios operados en el planeta. A esta teoría se le denominó gradualismo. La teoría sostiene que los cambios profundos en la Tierra son el producto acumulado de un proceso lento pero continuo.

El geólogo inglés Charles Lyell (1797-1785) amplió la teoría de Hutton, dado lugar a la teoría conocida como uniformismo.  La idea de Lyell era que los procesos geológicos son tan uniformes que sus efectos se terminan balanceando en el tiempo. Por ejemplo, el proceso de crecimiento de las montañas es tan lento que se equilibra con la erosión de las mismas.  Charles Darwin rechazaría esta versión extrema de uniformidad en los procesos geológicos, pero dos conclusiones de las observaciones de Hutton y Lyell influyeron fuertemente en su obra. Primero, si el cambio geológico resulta de acciones lentas y continuas en vez de procesos repentinos, la Tierra debería ser mucho más antigua que los 6000 años calculados por los teólogos en base a inferencias de la Biblia. Segundo, cambios muy lentos, persistentes durante un período largo de tiempo, podían causar un cambio sustancial. El principio del gradualismo fue aplicado por Darwin a la evolución biológica.



A pesar de que al final del siglo XVIII varios naturalistas ya sugerían que la vida había evolucionado junto con la Tierra, sólo un predecesor de Darwin desarrollo un método para tratar de explicar cómo había evolucionado la vida: Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), naturalista francés.

Lamarck publicó su teoría de evolución en 1809, el año en que Charles Darwin nació. Lamarck era el encargado de la colección de invertebrados en el  museo de París.  Comparando las actuales especies con los fósiles, Lamarck pudo ver lo que parecía ser una línea de descendencia en orden cronológico que iba desde los fósiles más antiguos hasta las especies actuales; en esta sucesión observó también que existía una tendencia hacia la complejidad, la cual asoció a la búsqueda de perfección. A medida que los organismos se hacían más perfectos, se adaptaban mejor y mejor a sus ambientes. Por ello, Lamarck creyó que la evolución respondía a un sentimiento inherente de los organismos para cubrir sus necesidades.


Lamarck es más recordado por el mecanismo que propuso para explicar cómo las adaptaciones evolucionaban. Él incorporó dos ideas al pensamiento de su época: la primera, la función del órgano, que sostiene que las partes del cuerpo más usadas por un organismo se hacían más largas y más fuertes que las partes que no usaban, las cuales tendían a deteriorarse. A través de ejemplos Lamarck explicó cómo los cuellos de las jirafas se hacían más largos a medida que buscaban alimento en las partes más altas de los árboles. La segunda idea, conocida como heredabilidad de los caracteres adquiridos, que sostiene que las modificaciones adquiridas en el proceso de adaptación por los organismos, eran heredadas a su descendencia. Es decir que una jirafa con el cuello alargado podía transmitir cuellos más largos a la siguiente generación, y así estos cambios graduales se harían más notables en las generaciones posteriores. A pesar de que estas ideas estaban erradas y fueron posteriormente ridiculizadas, Lamarck merece el crédito de haber creado una teoría visionaria en muchos aspectos: a) situar a la evolución como la mejor explicación para el registro fósil y para la actual diversidad de especies, b) su énfasis en la antigüedad de la Tierra y c) su hincapié en la adaptación al ambiente como factor clave en la evolución.

Es importante destacar también, en este punto, los aportes de Étienne Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844), naturalista francés, quien no solo se basa en la paleontología para desarrollar su modelo evolutivo, sino que además incluye el análisis del desarrollo embrionario. Saint-Hilaire elaboró una teoría sobre la evolución de los organismos sustentada en la teratología (estudio de los cambios anormales en las especies, posteriormente conocidos como mutaciones) como causa general de los cambios que manifiestan los fósiles.



A inicios del siglo XIX, varios autores plantearon la existencia de una correlación entre desarrollo embrionario y evolutivo. La idea de recapitulación, es decir, la repetición de los desarrollos evolutivos en el desarrollo embrionario, fue sostenida por autores como Treviranus, Serres, Oken, Tiedemamm y Merck. La teoría evolutiva de Saint-Hilaire considera el desarrollo embrionario como la fase donde acontecen los cambios responsables de la aparición de nuevos fenotipos. Para Saint-Hilaire los animales regulares y “monstruos” representan sólo diferentes grados en la evolución, debido a cambios ocurridos durante la organogénesis (cambios que permiten que las capas embrionarias se transformen en órganos). La existencia de animales con características anormales representaban, para él, una prueba empírica tanto del potencial transformista de los seres vivos como de la posibilidad real de que una especie sea sustituida por otra distinta.

El Origen de las Especies ocasionó un cambio radical en la forma científica de ver al mundo y tuvo un profundo impacto en la cultura occidental. Una obra de esta magnitud no hubiera podido ser el  producto del trabajo de un solo hombre. Darwin supo fortalecer su teoría con los avances de otros científicos, no solo del área de la biología y no solo de su tendencia.

* Empédocles reconoció por primera vez el hecho de una sucesión de formas orgánicas. Así mismo Aristóteles postuló la teoría ortogenética del ordenamiento de los seres vivos, que plantea que la vida tiene una fuerza interna que la hace evolucionar en una dirección fija.